Todos los niños en algún momento
desean entender la economía ¿Por qué existen los pobres? Preguntan, y ante las
evidencias de la realidad, ninguna respuesta les llega a ser satisfactoria.
¿Qué sucede con el adulto que
ante las lacerantes condiciones de unos y las cómodas condiciones de otros
termina por racionalizar esta situación como “lo normal”? Ocurre una avalancha de mensajes
con supuestos increíbles que terminan por diplomarnos a todos como E C O N O M
I S T A S. Todos nos volvemos expertos, todos sabemos de las leyes de oferta y
demanda, pasamos de entender el manejo de bienes escasos a la lucha contra el
peor de todos los males en la economía, la Inflación. Por eso el mensaje del
expresidente de los Estados Unidos, George W. Bush tras los ataques del 11 de
septiembre fue tan fácilmente digerido: “Consuman”. Y no pasa un día sin que
los medios de comunicación alimenten tales “principios” la disonancia del día a
día no es más que los fracasados en el sistema, como bien sabemos cómo
economistas, se les llaman “externalidades”.
De pronto, un día, tan
disciplinados como somos nos vemos que, a pesar de todo nuestro empeño, todo
nuestro sacrificio y trabajo duro, también somos parte de las externalidades.
Ahí es cuando se genera una revolución en nuestro interior, ¿todo lo que había
creído puede ser incorrecto? ¿Es acaso que los pobres no son pobres porque
quieren? Ahora se ve en las calles, ahora se entiende al vecino y se detesta al
comentarista del televisor; es cierto, somos el 99% contra el 1%, la fórmula
del éxito basada en el mercado no funcionó más que para ellos.
Ahora lo sabemos, y debemos, como
Neo en la película Matrix, tomar la píldora que nos ayude a entender la
realidad. Esa pastilla es el libro de Joseph E. Stiglitz, “el precio de la
desigualdad” Duro nos dice el autor: los ricos son ricos porque viven cual
parásitos de las ventajas del trabajo de los demás, de haber generado las
condiciones para no enfrentar la competencia, para obtener beneficios públicos
y como una bola de nieve, recrean el circulo por medio de la compra de
voluntades políticas obtienen mayores beneficios públicos, menor competencia y
menor regulación.
¿Y que hacemos ahora con nuestro
“diplomado” en economía?, el coco sigue siendo la inflación. El libro destruye
otro de los límites de nuestro pensamiento, ¿si tuvieras que escoger entre un
trabajo que te genere ingresos a cambio de un aumento en los precios y no tener
empleo pero cero inflación? Yo sé cuál tomaría y tú lo sabes, el enemigo se
vuelve insignificante.
Con estos dos mitos destruidos el
libro “el precio de la desigualdad” nos pinta por medio de estadísticas duras
la realidad estadounidense, el supuesto ejemplo de una economía de mercado, nos
narra cómo se generaron las condiciones de asimetría social y nos marca el
blanco al que hay que apuntar para modificar la tendencia. En ese punto estamos
más allá de las ideas, las compartimos, ahora sigue la alteración del entramado
institucional, el cómo.
Stiglitz señala, si sabemos que
la inflación no es lo más importante, debemos nombrar a individuos en el Banco
Central que lo entiendan, rompiendo la captura cognitiva de los reguladores,
jugando a favor de los intereses del regulado, lo mismo para nuestros
supervisores bancarios, para supervisores bursátiles, de seguros y encargados
de la competencia.
“El precio de la desigualdad” es
un libro de divulgación, no es una obra dirigida a un público especializado,
pero cuenta con toda la solidez y el prestigio que Stiglitz, premio nobel de
economía, ha acumulado en su paso por las instituciones financieras
internacionales como el Banco Mundial, y ahora está de tu lado.